Caminaba por la calle central del tranquilo pueblo del norte, al volver la mirada, un girasol cruzaba la calle de plomizo pavimento hacia la acera por donde yo iba…
Desde aquel día ni aún hoy he podido olvidar aquel luminoso rostro, aquella media sonrisa que quise creer y sentir que eran para mí.
El tiempo pasó y una y otra vez volvía a mí aquel instante, aquello sucedía hace más de 40 años.
En un día también lejano en cierto lugar de entretenimiento la diosa fortuna quiso que nuestras miradas se volvieran a fijar, un lugar idílico, bajo el hechizo el olor a canela y flores orientales me inundó, un jardín de rosas, narcisos y violetas surgió y en el centro de nuevo aquel rostro, aquellos ojos, aquella mirada con la que me había cruzado 22 años antes, desapareció el mundo y hablaron las miradas, diciéndose en un instante lo que no se había dicho en siglos…
El tiempo implacable corrió, otra década y de nuevo la ilusión de un nuevo encuentro alumbró el presente cuando al regresar al país amado y buscando aquella rosa viva de encarnado color, la noticia me llegó de similar forma a cuando cae sobre nuestra cabeza un cubo de agua helada. Había muerto entre tanto.